27 enero 2007

Aclarando conceptos


¿A un rubio le hace falta que le digan que tiene el pelo color paja seca para que siga siendo rubio?
¿Y a un gordo? ¿Y a un feo? ¿Y a un guapo? ¿Y a una morsa? ¿Y a un cocker cojo?
Creo que no.
La siguiente pregunta que me hago es algo así como ¿si a un rubio le dicen que es rubio, deja de serlo? ¿O su pelo pierde intensidad en su apasionante gama de amarillos? Me temo que no...
¿Y si avanzamos de nivel en el cuestionario?
¿A un buen profesional le hace falta que le digan lo bueno y profesional que es? ¿Ni siquiera una vez en su larga y próspera carrera hacia el éxito y la autorrealización personal? Puede que un poco...
¿Y a un hijo que le digan que si es hijo es porque en algún lugar deberían estar un par de señores a los que llamar padres -madre y padre para no ofender a nadie- porque sencillamente lo fabricaron en -esperemos- una noche de pasión desenfrenada? A veces. Y a los padres también.
¿Y a un bote de mermelada alguien debería pegarle un papel en el que diga que es mermelada y no esputos del abuelo? Supongo que depende. Depende de si hay un abuelo en casa. De que espute y, evidentemente, de si por alguna razón desconocida le da por guardarlos en un bote de mermelada.
Pero claro. No vamos a ponerle una pegatina a un rubio en la frente en la que diga "rubio".
Supongo que un buen profesional lo es por lo que hace. Se lo digan o no. Pero si nadie se lo dice, puede que en una mañana de resaca le dé por decidir que no lo es y se vaya a vivir a Guadalajara -México- y abra una tienda de recuerdos en la que un buen profesional -de lo que sea- acabe sus días con una gorra espantosamente horrenda.
¿A qué viene todo esto?
A que no necesito leer la palabra mermelada en el bote, pero hace horas que tengo hambre y no encuentro el jodido frasco por ninguna parte. Pero sé que está ahí. Como el oxígeno.

25 enero 2007

Que no amanezca nunca

Ahí estaba yo. Mirando el cielo.
La luna se había escondido bien y por mucho que yo la buscaba no aparecía por ningún lado. Sabía que estaba ahí. A lo suyo. Sin ni siquiera ser consciente de que un servidor existía. Pero una noche, de repente, cuando menos me lo esperaba; apareció. Brillante. Estaba preciosa. Mucho más de lo que yo la recordaba. Y brillaba con luz propia. ¡Y qué luz! Apenas podía apartar la vista de ese guisante enorme y plateado.
Pero que ella me viera a mí... Amigo, esa era otra historia... Salté. Agité los brazos. Hice señas con el mechero. Prendí fuego a mi chaqueta. Grité ¡Luna! ¡Luna, estoy aquí! ¿No me ves?. Grité con todas mis fuerzas. Pero nada. Ahí estaba. Inmutable. Inaccesible. Tan lejos y tan cerca al mismo tiempo... Respiré hondo y me dí la vuelta. Cabizbajo. Y de pronto, lo sentí. Guiñó un ojo. Lo juro.

La luna me guiñó uno de sus enormes y preciosos ojos. ¡A mí!

22 enero 2007

Mi pie izquierdo

Hay días cojonudos.

Días en los que te sientes el tipo más afortunado del mundo. Un cabrón con suerte y, que coño, si la tienes es porque te la mereces. Y otros que son una auténtica mierda.

Nos pasa a todos, supongo. Olvida esto último, corrijo. Sé que nos pasa a todos. Pero el caso es que hoy me ha pasado a mí. Y cuando uno se siente jodido, y no sabe muy bien por qué, eso es lo único que importa en este planeta.

Me explicaré. Un día te levantas y te encuentras con que tus espectativas han cambiado. Alguien. Alguien que te importa, por una razón u otra. Alguien en quien confiarías tus huevos si hiciese falta y permitirías que se los guardase en un taper, te decepciona.

No se me pasa por la cabeza dar a entender de quién hablo porque francamente, al resto de la humanidad le importa un carajo y él, ella, ellos, ellas, ollas pueden o puede darse por aludido si le place. Ya sé que un servidor ha dececpcionado a mucha gente y lo seguiré haciendo. Somos humanos -algo que entre otras cosas significa que nos equivocamos- pero jode igual.

El caso es que la decepción, al menos en mi caso, se convierte pronto en inseguridad. Y cuando te sientes inseguro y jodido, no resulta complicado repasar -en un alarde de masoquismo- todo lo que falla y/o puede salir mal. Y la bola se hace grande. Y lo pagas con quien no se lo merece. Y te dan ganas de dar un puñetazo en el estómago del primer gilipollas que pase. Y te da igual que sea gilipollas o no. Y cuando la bola es del tamaño de las pelotas de King Kong, la pinchas, revienta y todo vuelve a la normalidad. Habiendo puesto el punto final previamente con un "que le den por el culo. Me importa un cuerno".

Y ahí estamos. Buscando un alfiler para hacer volar las pelotas de King Kong.

Mañana estaré de buen humor y me reiré del fantoche que firma esto. Que soy yo, por cierto.

21 enero 2007

Tic... Tac... Tic... Tac... Tic... Toc... Tuc

Qué cabrón el tiempo...

Pasa como le da la real gana. Si necesitas una hora, la maldita pasa en un minuto. Pero si quieres que los minutos vuelen, deciden estancarse y las manecillas del reloj te miran mientras avanzan y retroceden a su antojo.

Ayer fue sábado. Y para variar, el domingo llegó mientras yo paseaba de un lado al otro de la barra. Era el cumpleaños de una buena, muy buena amiga. Para los menos avispados, la palabra amiga significa lo que significa; amiga. Y eso es mucho, pero no más.

Mis piernas comenzaron a flaquear a eso de las cuatro de la madrugada. Los ojos se unieron a la rebelión una hora más tarde. Aún así me vi en la obligación de quedarme hasta que la fiesta tambien se diera por terminada en los demás. No me entiendan mal, no soy un santo, pero cuando alguien cumple años merece toda mi atención.

El caso es que el tiempo trancurría como le apetecía. Eso quiere decir que avanzaba en el sentido contrario a mi deseo.

Que eso no me importe me suele ocurrir pocas veces. Sólo una persona en la faz del planeta tierra -el único que conozco, por cierto- logra que el tiempo deje de importarme y me sorprenda a mí mismo con siete horas menos de vida. Y, lo que es más importante, me alegre de haberlas empleado así. Con esa excepción, el paso del tiempo, sea rápido, sea lento, me jode.

Hablando del tiempo... Mi reloj de pulsera decidió que ya no aguantaba más el jueves pasado a las diez cero cinco minutos y treinta y cinco segundos. Lo irónico es que desde entonces no he tenido ni un segundo para comprarle una pila nueva. Así que el tiempo sigue tocándome los cojones.

Probablemente te estés preguntando en qué demonios te afecta a ti, como ser humano con problemas e inquietudes, el hecho de que a mí se me haya parado el reloj. Bien. Tienes toda la razón y admito la posibilidad de que desees pegarme una patada en la cara por hacerte malgastar el tiempo -otra vez la palabra mágica- leyendo este derrame cerebral.

La cuestión es: ¿Y si se te parase a ti? Quiero decir, si se te parase para siempre. Y no me refiero a "Oh, vaya. Tengo que comprar una pila nueva". No, no. Me refiero a la lejana posibilidad de que tu reloj se fuese al garete y tú con él. Si justo antes de que eso pasase pudieses mirar atrás y valorar, ¿te dirías "Bueno, no pasa nada. Lo pasé bien y aproveché cada intante"? O en cambio, ¿emitirías un gruñido al darte cuenta de las horas malgastadas y los caminos equivocados que tomaste?

Piensa en ello. Yo lo he hecho. He lloriqueado desconsoladamente y he decidido aprovechar cada instante de mi vida. Después me he tomado una copa y me he quedado dormido durante dos horas.

09 enero 2007

La luz al final del túnel

De nuevo en Madrid.

Al llegar a casa, me encontré con un correo electrónico que me enviaba un amigo desde la otra parte del globo. Me sorprendió mucho y he intentado traducirlo. Merece la pena sobre todo por el lugar del que proviene. Ahí va.

"(...) Desde aquí no se puede ver vuestro aeropuerto. Pero por alguna razón, al asomarme a la terraza, parece que falta algo. El año terminó jodido para vosotros y empezó el siguiente. Supongo que con una sensación de haber perdido un trozo de estómago.

-Era evidente - Se veía venir - No sé de qué te extrañas - ¿Pero tú te lo creíste?

Pues sí. Me lo creí. No era ingenuidad. Era esperanza. Y aún la tengo. Escondida debajo de un montón de escombros. Pero está.

El domingo leí en un periódico español un especial en el que grandes -y no tan grandes- figuras del mundo de la cultura y el librepensamiento exponían lo primero que les vino a la cabeza tras recibir la patada en el bajovientre. Me llamó la atención lo que decía una cineasta; Ángeles González Sinde. No recuerdo las palabras exactas, pero reflexionaba sobre la naturaleza de las víctimas. Decía que si Carlos y Diego no fueran de Ecuador; si hubiesen nacido en Torrelodones -por ejemplo- todos hubiérais salido a la calle. Igual que con Miguel Ángel Blanco.

Puede que tenga razón. Pero quizá no salisteis porque no queríais creerlo. Porque no se confirmaba. Porque tardaron días en sacarlos de allí.

Pero también porque manifestarse es cada vez más jodido. Porque salir a la calle ya no significa que estás con sus familias. Ni que no te sale de los cojones que tu libertad dependa de unos pocos. Ni que en el siglo XXI esta patochada es un sinsentido. Ni que tú eres una víctima más del terror. No.

Porque ahora resulta que allá hasta las víctimas se insultan entre ellas. Porque nadie tiene ya ni puta idea dónde coño está. Porque algunos payasos exaltados aprovechan cualquier baruyo para armar bronca. Porque sobrevuelan aguiluchos. Porque se mezclan llantos con carcajadas desagradables. Porque no razonan. Ni unos, ni otros".

K.C.

Lo único que mi cabeza constipada puede pensar ahora es una cosa. El camino es un campo de minas, pero al fondo, casi entre niebla, se ve una luz. Preciosa. Una luz que da calor a todos por igual.

Merece la pena. ¿No?