Que no amanezca nunca
Ahí estaba yo. Mirando el cielo.
La luna me guiñó uno de sus enormes y preciosos ojos. ¡A mí!
La luna se había escondido bien y por mucho que yo la buscaba no aparecía por ningún lado. Sabía que estaba ahí. A lo suyo. Sin ni siquiera ser consciente de que un servidor existía. Pero una noche, de repente, cuando menos me lo esperaba; apareció. Brillante. Estaba preciosa. Mucho más de lo que yo la recordaba. Y brillaba con luz propia. ¡Y qué luz! Apenas podía apartar la vista de ese guisante enorme y plateado.
Pero que ella me viera a mí... Amigo, esa era otra historia... Salté. Agité los brazos. Hice señas con el mechero. Prendí fuego a mi chaqueta. Grité ¡Luna! ¡Luna, estoy aquí! ¿No me ves?. Grité con todas mis fuerzas. Pero nada. Ahí estaba. Inmutable. Inaccesible. Tan lejos y tan cerca al mismo tiempo... Respiré hondo y me dí la vuelta. Cabizbajo. Y de pronto, lo sentí. Guiñó un ojo. Lo juro.
La luna me guiñó uno de sus enormes y preciosos ojos. ¡A mí!
1 Comments:
Querido Fox, la luna debería guiñarte un ojo todos los días. A tí y a toda la gente que es como tú. Muchos besos
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